En el Evangelio, narra San
Lucas (Lc 15, 1-3; 11-32) cómo cierto día en que se acercaban a Jesús muchos publicanos y
pecadores, los fariseos comenzaron a murmurar porque Él los acogía a todos.
Entonces el Señor les propuso esta parábola: Un hombre tenía dos hijos, y dijo
el más joven al padre: Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde.
Todos los bautizados somos
hijos de Dios y, siendo hijos, somos también herederos (Rom
8, 17). La herencia es un conjunto de bienes
incalculables y de felicidad sin límites, que sólo en el Cielo alcanzará su plenitud. Hasta entonces tenemos la posibilidad de hacer con esa
herencia lo mismo que el hijo menor de la parábola: pasados pocos días, el más
joven, reuniéndolo todo, partió a una tierra lejana, y allí disipó toda su
herencia viviendo disolutamente: “¡Cuántos hombres en el curso de los siglos, ¡cuántos
de los de nuestro tiempo pueden encontrar en esta parábola los rasgos
fundamentales de su propia historia personal!” (JUAN PABLO II, Homilía
16-III-1980.-). Tenemos la posibilidad de marcharnos
lejos de la casa paterna y dilapidar los bienes de modo indigno de nuestra
condición de hijos de Dios.
Cuando el hombre peca gravemente, se pierde para Dios, y también para sí mismo, pues el pecado desorienta su camino hacia el Cielo; es la mayor tragedia que puede sucederle a un cristiano. Su vida honrada, las esperanzas que Dios había puesto en él; su vocación a la santidad, su pasado y su futuro se han venido abajo. Se aparta radicalmente del principio de vida, que es Dios, por la pérdida de la gracia santificante; pierde los méritos adquiridos a lo largo de toda su vida y se incapacita para adquirir otros nuevos, quedando sujeto de algún modo a la esclavitud del demonio “El alejamiento del Padre lleva siempre consigo una gran destrucción en quien lo realiza, en quien quebranta su voluntad y desperdicia en sí mismo la herencia: la dignidad de la propia persona humana, la herencia de la gracia” (CONC. VAT. II, loc. cit .-).
Cuando el hombre peca gravemente, se pierde para Dios, y también para sí mismo, pues el pecado desorienta su camino hacia el Cielo; es la mayor tragedia que puede sucederle a un cristiano. Su vida honrada, las esperanzas que Dios había puesto en él; su vocación a la santidad, su pasado y su futuro se han venido abajo. Se aparta radicalmente del principio de vida, que es Dios, por la pérdida de la gracia santificante; pierde los méritos adquiridos a lo largo de toda su vida y se incapacita para adquirir otros nuevos, quedando sujeto de algún modo a la esclavitud del demonio “El alejamiento del Padre lleva siempre consigo una gran destrucción en quien lo realiza, en quien quebranta su voluntad y desperdicia en sí mismo la herencia: la dignidad de la propia persona humana, la herencia de la gracia” (CONC. VAT. II, loc. cit .-).
Aquel que un día, al salir de casa, se las prometía muy
felices fuera de los límites de la hacienda, pronto comenzó a sentir necesidad.
La satisfacción se acaba pronto, y el pecado no produce verdadera felicidad,
porque el demonio carece de ella. Viene luego la soledad y “el drama de la
dignidad perdida, la conciencia de la filiación divina echada a perder” (JUAN
PABLO II, Enc. Dives in misericordia, 5): se tuvo que
poner a cuidar cerdos, lo más infamante para un judío. Fuera de Dios es
imposible la felicidad, incluso aunque durante un tiempo pueda parecer otra
cosa.
El
hijo, lejos de la casa paterna, siente hambre. Entonces, volviendo en sí,
recapacitando, se decidió a volver. Así comienza también toda conversión, todo
arrepentimiento: volviendo en sí, haciendo un parón, reflexionando el hombre y
considerando a dónde le ha llevado su mala aventura; haciendo, en definitiva,
un examen de conciencia, que abarca desde que salió de la casa paterna hasta la
lamentable situación en que ahora se encuentra.
Cuando se justifica el
pecado, o se ignora, se hacen imposibles el arrepentimiento y la conversión,
que tienen su origen en lo más profundo de la persona. Para hacer examen de la
propia vida es necesario ponerse frente a las propias acciones con valentía y
sinceridad, sin intentar falsas excusas: “Aprendan a llamar blanco a lo blanco
y negro a lo negro; mal al mal, y bien al bien. Aprendan a llamar pecado al
pecado” (JUAN PABLO II, Hom. Universitarios, Roma
26-III-1981.).
En el examen de conciencia
se compara nuestra vida con lo que Dios espera, de ella. Muchos
autores espirituales han comparado el alma a una habitación cerrada. En la
medida en que se abra la ventana y entre la luz se distinguen todos los
desperfectos, la suciedad, todo lo feo y roto allí acumulado. En el examen, con
la ayuda de la luz de la gracia, nos conocemos como en realidad somos (es
decir, como somos delante de Dios). Los santos se han reconocido siempre
pecadores porque, por su correspondencia a la gracia, han abierto las ventanas
de par en par a la luz de Dios, y han podido conocer bien toda su alma. En el
examen descubriremos también las omisiones en el cumplimiento de nuestro
compromiso de amor a Dios y a los hombres, y nos preguntaremos: ¿a qué se deben
tantos cuidados? Cuando no hallamos de qué arrepentirnos, no suele ser por
carecer de faltas y pecados sino por cerrarnos a esa luz de Dios, que nos
indica en todo momento la verdadera situación de nuestra alma. Si se cierra la
ventana, la habitación queda a oscuras y no se ve entonces el polvo, la silla
mal colocada, el cuadro torcido y otros desperfectos y descuidos... quizá
graves.
La soberbia también tratará
de impedir que nos veamos tal como somos: han cerrado sus oídos y tapado sus
ojos, a fin de no oír ni ver con ellos (Mt 13, 15). Los fariseos, a quienes el Señor aplica estas palabras,
se hicieron sordos y ciegos voluntarios, porque en el fondo no estaban
dispuestos a cambiar.
Desandar lo andado. Volver.
El hombre continúa añorando, y poco a poco cobran fuerza otros sentimientos: el
calor del hogar, el recuerdo insistente del rostro de su padre, su cariño. El
dolor se vuelve más noble, y más sincera aquella frase preparada: Padre, he
pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo;
trátame como a uno de tus jornaleros.
Todos nosotros, que estamos llamados
desde el bautismo a ser santos, somos también el hijo pródigo. “La vida humana
es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver
mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de
cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que -por tanto- se
manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre,
por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados,
nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la
familia de Dios” (J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que
pasa, 64).
Ahora es la oportunidad de
acercarnos al sacramento de la penitencia con el deseo de confesar la falta,
sin desfigurarla, sin justificaciones: pequé contra el Cielo y contra ti. Con
humildad y sencillez, sin rodeos. En la sinceridad se manifiesta el
arrepentimiento de las faltas cometidas.

Las palabras de Dios, que ha
recuperado a su hijo perdido, también desbordan alegría. Pronto, traigan la
túnica más rica, pónganle un anillo en su mano y unas sandalias en
sus pies, y asen un becerro bien cebado, y comamos y alegrémonos,
porque este mi hijo, que había muerto, ha vuelto a la vida; se había perdido y
ha sido hallado. Y se pusieron a celebrar la fiesta. La túnica más rica lo
constituye en huésped de honor; con el anillo le es devuelto el poder de
sellar, la autoridad, todos los derechos; las sandalias le declararon hombre
libre.
El Señor nos devuelve en la
Confesión lo que culpablemente perdimos por el pecado: la gracia y la dignidad
de hijos de Dios. Ha establecido este sacramento de Su misericordia para que
podamos volver siempre al hogar paterno. Y la vuelta acaba siempre en una
fiesta llena de alegría.
Extracto tomado de la Página web de Francisco Fernández
Carvajal: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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